Moviendo huesos inferiores
entre arenas de frias noches,
el doblegador ausente, carmesí,
detiene ante portones,
esmera en últimos pasos
y ya no contiene sangre.
Dejando un dilatado surco rojo,
ha cruzado ese sendero
por sobre un desierto inaudito,
macabro y congelante.
En horas de desvalencia y para nada acojedoras,
contrasta con su sombra y atiende
a golpear una madera tosca.
Quien abre esa puerta,
una vendedora grácil y decente,
desciende por sobre su vientre
con una atención apabullante,
despertando su deseo de vivir...
Regala al desnudo,
un suave corset blanquecino,
y una formidable campera de cuero rojo,
la cual hará juego con su piel
y con su latir...
Otorga a este unas botas
para que camine recto,
para que venza a esas dunas,
y en consiguiente,
todavía cuando el dulce comprador no para
de maravillar en su apronta...
Lo bendice con una voz que cruza bosques,
y acto seguido
le entrega músicas concretas y macisas
que configuran los sentidos del poeta.
Promete una vuelta,
la enfrentada señora verbal,
quien en forma de yapa da al caminante
una serie de dibujos y letras
en colores divinos.
Mientras en su corazón
ella discierne sobre actos
y espera terminar una asociación ilícita,
para cerrar negocios
y salir a buscar tierras frondozas,
junto a este débil adyacente...
A quien admira de vista,
sin saber que en su proeza,
éste discierne fértil y agudo
entre bondades y magia...