He recorrido vuestras calles
sin que mis ojos
captasen
la limpia mirada de un niño,
prendida en la noble piedra.
He buscado sin hallarlo
la huella del pregonero
confundiéndose
en ventanas de arabescos cerrojos.
He paseado mi mochila
a lomos de un perro-guía
aburrido de ladrar
las ocurrencias
del mirlo.
Nadie corre, nadie grita,
nadie abre sus balcones
para dejar que penetre
un tímido rayo de luz.
Allá
junto a la románica piedra
se postra la lápida callada,
mientras que las vacas
—de ojos como volcanes—
lengüetean los geranios prendidos
en los parterres,
madera sobre madera.
El viento baja y sube las cuestas
sin pararse en los portales,
sin dejar impresa la charla
robada tras de una esquina.
Los tejados
—piel negra de lagarto—
se reproducen sin fin
pariendo brillantes buhardillas
e ilustradas chimeneas
y el río canta
¡este si!
El río le canta a los dones
que la alta cumbre llevó,
y un buen día
cobijó generosa en su seno.