Berta.

Celos


En un secarral donde la brisa susurra secretos ocultos, vivía un hombre que sentía en su pecho una envidia insaciable. No era hacia otra persona, sino hacia el aire, que con suavidad llegaba a acariciar a su amada. 
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Su corazón ardía con celos por cada soplo que se atrevía a envolverla, anhelando ser él quien la abrazara, quien la protegiera del mundo.
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Cada día, cuando ella se bañaba, la envidia se convertía en rabia. El agua se escurría por su piel de manera lujuriosa, mientras él, a la distancia, agonizaba por no ser el dueño de esos momentos íntimos, esos instantes donde su amor se tornaba en puro deseo. 
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Y, con cada hora que pasaba lejos de ella, el tiempo se volvía un enemigo voraz. Esas horas, interminables y crueles, parecían burlarse del amor que ardía en su interior.
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Las ansias lo atormentaban, especialmente cuando tenía la oportunidad de recorrer la suavidad de su espalda. Se sentía como un niño que quiere atravesar un largo camino en busca de un tesoro; cada paso era un esfuerzo, cada caricia un tesoro que pesaba sobre sus deseos. 
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Podía sentir su cuerpo vibrando al roce, pero siempre parecía que la distancia entre ellos se ensanchaba.
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Y luego estaban sus labios, frescos como la mañana después de una lluvia. Él anhelaba beber de ellos, no solo agua, sino su esencia, su alma. Se imaginaba en un banquete de deseos, tragando cada pedazo de su ser en un solo trago, saciando una sed que nunca terminaba de apaciguarse.
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En sus sueños, él volaba junto a ella, en un lugar donde la realidad se mezclaba con la fantasía, atravesando frescas veredas que parecían tan reales como etéreas. Iban al río de los besos, un lugar mágico donde los corazones que habían anhelado cumplían sus sueños en un abrazo eterno, donde el amor se celebraba en cada latido.
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El día que sus miradas se encontraron por primera vez fue un hito en su vida. Esa brisa que antes parecía indiferente se había vuelto fresca y viva, y en medio de zarzas marchitas, él vio renacer la vida. Su corazón latía con fuerza; se había prendado de los ojos de ella, como si fueran un faro que guiaba su destino. 
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Se colgó de sus pestañas, sintiendo la luz de la luna en la noche eterna que prometía no separarlos.
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Aquél fue un momento sagrado, uno que sabía que jamás caería en el olvido. Lo encerró celosamente en un cofre marcado por siete candados, cada uno simbolizando un recuerdo, una chispa del amor que los unía. 
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Nunca olvidará la hora, la única que lo abrigaba en la soledad, recordando que, al final, su amor por ella trascendía el tiempo y el espacio. 
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Y así, en cada susurro del aire, en cada gota de agua, en cada segundo que pasaba, su corazón se llenaba de un amor que resistiría hasta la eternidad.