Mi cuerpo ya sabe de aquello
que la mente no imagina.
—Un proverbio, no sé de dónde.
Una punzada aguda,
seca, pecho adentro,
de dolor intenso, me quiebra
el sueño, me desvela de noche,
me rompe este silencio vacío
y me deja ocioso, qué hago
si todo está hecho, y no concilio
uno nuevo, que me devuelva
en volandas a donde estaba, allí
contigo, fundido en tu plomo,
hervido de vaporoso amor, surgir,
nacer otra vez, respirar el encanto
de ese momento, y del siguiente...
Otra punzada, más profunda aún,
más delirante, un médico necesito,
pero se va diluyendo en sangre,
menos mal, y las aguas, en dique,
no sienten desbocarse de momento,
y la linfa brava baja la pendiente
vascular hasta dar en tierra fértil,
toboganes que se suceden de ternilla
y sulfuro, red de fibras imposible,
fervorosa, llena de limo y entregada
al futuro fruto, y yo, vencido, dejo
que mi semilla se abra al quizás
de tu huerto, y en esa tesitura otra
y otra punzada se encadenan, hisopo
de agua espesa nutriendo tu carne,
y quiero morir tras de tu cópula,
ser pasto proteico de una mantis
centrada en el fruto que lleva dentro,
y presa ruín de una crueldad génica
que difícilmente justifica su especie,
cuando en nombre de la religión tanto
se ha matado, donde la piedad se evapora
ante la dictadura impasible de unos genes.
Una punzada, sin consecuencias médicas,
expulsa mi simiente, y te da vida.
Y muero, feliz, sin espacio a moralidades.
Y tú, te quedas esperando...