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Susurros trae la noche, un manto oscuro que envuelve el alma. Las sombras se deslizan entre las viejas calles de un pueblo olvidado, donde los llantos que surgen parecen ser ecos de la tristeza colectiva, resquicios de sueños desconchados que alguna vez brillaron con fuerza. Las estrellas titilan, un reflejo de luces que, al despuntar el alba, no logran guiar el rumbo de aquellos que han sido desterrados de su propia tierra.
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En medio del silencio, ecos de voces lejanas se asoman a través de las paredes de las casas. Llaman de puerta en puerta, trayendo consigo quejosos lamentos, gritos angustiados que retumban en el aire, ahítos de miedo. La comunidad, frágil como un cristal, alza sus ojos al cielo en busca del brillo de la ternura, un rayo de esperanza que ilumine sus corazones rasgados por la desdicha.
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Ya no hay espacio para asombros en este lugar. Barato se vende el miedo, y el hombre, apremiado por el grito de guerra, se ve obligado a despedirse de sus recuerdos más amados en un instante desgarrador. La violencia que lo rodea ha convertido este mundo en un paisaje de insensibilidad, donde la injusticia se ha vuelto una compañera constante, una sombra que nunca se disipa.
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Los ojos anhelantes miran al mar, un inmenso océano que refleja un mundo sin esperanzas. Allí, los corazones, ciegos al amor que una vez les dio vida, continúan danzando sobre las brasas ardientes de sus sueños derrotados. Cada paso que dan estas almas marchitas es un eco de lo que pudo ser, un susurro de promesas marchitas.
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En los cielos, silencios mudos cabalgan, y la voz de la sangre llama a aquellos que aún poseen el poder de escuchar. Sin embargo, muchos cierran sus oídos, desalmados ante el trémulo grito que clama buscando clemencia.
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Dentro de esta penumbra, el eco de sus angustias no resuena; sus gritos desgarrados se pierden en la nada, mientras la noche sigue trayendo susurros, susurros de un futuro incierto, pero que, a pesar de todo, aún anhelan ser escuchados... Pero la gente se ha vuelto sorda.