Arráncame la piel,
pues bajo este manto mortal arde un infierno secreto.
Deja que las llamas purifiquen mis venas en su danza cruel,
y que, liberado de estas cadenas invisibles,
mi alma se deslice hacia la eternidad,
donde el éter dulce de los cielos y el abismo se mezclan.
No me di cuenta de mi delirio,
de las caricias insidiosas de mis propios fantasmas,
mientras erraba de flor en flor,
de lirio en lirio, como un eco de la Belleza que nunca fue mía.
De sol a sol, a solas, flotando en la inmensidad de mis sueños marchitos,
me disuelvo en la melancolía,
como un vidrio frágil bajo la presión de los siglos.
Mi casa está ardiendo,
los muros ennegrecidos se caen como mis recuerdos,
ceniza sobre mis pasos,
como el polvo de un libro antiguo,
un cuento infantil que nunca aprenderé a olvidar,
pues en su inocencia rota yace la semilla de mi decadencia.
Arráncame estos ojos,
que han visto demasiada miseria para desear más luz.
No quiero contemplar mi propia demencia,
tan familiar y seductora como el borde de un precipicio.
Y, sin embargo, ¡qué dulce es el olvido,
cuando el abismo se oculta en la penumbra!
No ver el horror de la caída
es el único consuelo del alma condenada.