Ella, siempre con su andar presuroso, tacones medianos y el cabello rubio que juega con el viento, labios siempre a punto de pronunciar un misterio. Cuando veo su imagen, es como si el silencio entre nosotros hablara. Me interroga, me desarma. De mí nacen palabras incontables, como los eslabones de una cadena rota que, en su destrucción, expone mi necesidad de comunicar lo indecible. La vi, sonriente, pero su risa no era para mí. Me miró, un instante detenido en el tiempo, y luego se fue. —La próxima vez me acercaré, para reír con ella—. Pero nuestra cercanía siempre ha sido distante, de esas que solo saben decir \'hola\', \'qué tal\', \'adiós\' sin más. Y sin embargo, aquí, en las palabras, nos sentimos más cerca. Es este el único espacio donde mis palabras, libres, alcanzan algo parecido a lo que siento. Pero lo que siento no tiene nombre, es innombrable. Por eso su juicio, tan preciso, nunca podrá entender mi caos, mi falta de convenciones. Y así sigo, perdido entre lo que no puedo decir y lo que nunca será comprendido.