El amor, viejo caminante de los senderos del alma,
ha sido testigo de mil amaneceres y noches perpetuas,
pero en su vasto recorrido a veces se olvida de la verdadera compañía.
Es como un río profundo, que, aunque corre con fuerza,
a menudo se desliza sin saber hacia dónde.
La amistad, en cambio, es el faro sereno en medio del mar tormentoso;
no grita, no reclama, pero siempre está.
El amor busca estrellas para adornar su cielo,
pero la amistad, silenciosa, teje los lazos que sostienen el firmamento.
Mientras el amor arde y consume,
la amistad es esa llama tenue que no se apaga,
iluminando con suavidad, sin dejar rastros de cenizas en el corazón.
El amor es como un viento caprichoso
que agita las hojas de los árboles,
esconde promesas efímeras y baila en la piel,
dejando huellas que se desvanecen con el tiempo.
La amistad, en cambio,
es un roble firme cuyas raíces se hunden en lo profundo,
ofreciendo sombra en los días más soleados
y refugio en las tormentas.
Mientras el amor a veces se viste de colores intensos y fugaces,
la amistad es el hilo invisible
que sostiene el tapiz de nuestra vida,
sin buscar protagonismo, pero siendo esencial.
¿Es el amor suficiente sin la compañía serena de la amistad?
¿Y quién nos acompaña realmente en los silencios,
cuando el eco de las pasiones se desvanece?