Por los soportales
de la ferrería
habitan las sombras
cuando muere el día.
Una aleve luz
sepulcral, tranquila,
un sonido breve,
una gran sonrisa
como el rocanrol
verde de la esquina,
donde aquel cubata
negro de la ría
que bebe el pez muerto,
cerca de la herida
abierta del tiempo
en la oscura rima.
Calles de sabugo
y a seguir el cisma
de la comunión
de la papelina,
donde va el dragón
dulce de esa espina
azul de ciudad
pequeña, la villa
del adelantado,
donde fuiste en ruinas
esa redención
de palomas líquidas
en un vuelo oblicuo
al cruzar las vías
del ferrocarril
de las sucias tripas
del anochecer;
cuando bendecidas
en asfalto y sangre,
en formol y sidra
al fugaz celaje,
cruzaron la línea
frágil del ayer
a ese sueño en trizas
de un presente en veda
de melancolías
que otra vez regresan
para tu desdicha,
para comprender
que al final, la vida,
es jamás volver.