“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Hoy me arrodillo ante ti, no como una hija obediente, sino como una alma rota, corrompida por este amor que me consume.
He suplicado en silencio, y mis súplicas han caído en el vacío. Me he perdido en este amor. Con cada día que pasa, la llama en mi corazón arde más fuerte, pero la paciencia en mi cabeza se desvanece. Apesar de lo insano en mi mente, yo lo amo, padre. Lo amo fervorosamente. Apasionadamente.
Y si ese hombre no será mío, decreto ante su nombre y presencia padre: que no será de más nadie. De nada me sirve mi alma si la suya no me pertenece. Yo no tendré paz, y él tampoco. Si ha de ser mío, que sea con furia y con sangre.
Y si usted no interviene, padre, juro que un día reuniré el coraje y bajaré esas escaleras para acabar con el yo misma. Usted, mejor que nadie lo sabe: no son las faltas de ganas que sostienen mis manos.
Amén.”