El amor llega sin pedir permiso
como un viento suave que desordena las ramas
y de pronto, lo cotidiano
ya no es lo mismo.
Es que el amor no cambia las cosas,
nos cambia a nosotros,
convierte la risa en abrigo,
y el silencio en compañía.
De golpe, los miedos se vuelven pequeños
y lo que antes pesaba,
ahora flota,
como si fuera liviano vivir.
El amor es un arquitecto invisible
que va derribando las murallas
que uno construyó con tanto empeño,
y en su lugar, planta ventanas.
Ya no miramos el reloj con angustia,
porque el tiempo se disuelve
en esa mirada,
en ese abrazo
que deja huellas en la piel,
pero también en el alma.
Nos transforma, sí,
de una forma sencilla pero rotunda,
como si el mundo fuera el mismo
y al mismo tiempo
completamente distinto.
El amor no llega a resolver los enigmas,
llega a mostrarnos
que a veces las preguntas
también son parte del encanto.
Y uno se deja llevar,
como una hoja en el viento,
sin prisa, sin miedo,
porque sabe que en ese vaivén
siempre hay algo de verdad.
El amor nos cambia,
y al hacerlo,
cambia el mundo.