Arrecia la llovizna. Me resguardo.
Percibo unas siluetas que se acercan
y justo a mi costado se guarecen.
El niño ha levantado la mirada,
me observa fijamente y me sonríe.
Se toma suavemente de la mano.
Entonces, al mirar esa ternura
–así me sostuviste tantas veces–
me invade –intempestivo– tu recuerdo.
Mis lágrimas escurren silenciosas
al evocarte así… como eras antes.
¡Y no puedo evitarlo, duelen tanto…!
Me duelen tus recuerdos más recientes,
aquellos que te muestran vulnerable;
de cuando te miraba consumirte,
de cuando, lentamente, tu sonrisa
–otrora luminosa– se apagaba.
Y tú... seguías tú, con tu insistencia,
con esa tu manera de aferrarte,
acaso me enseñabas a luchar.
Algún día lo haré, pero no ahora.
–Quizás por egoísmo y cobardía–
¡No quiero recordar tus ojos tristes!
Quisiera… ¡Te lo juro que quisiera!
borrar ese momento cuando estaba
mirando, sin mirar, tu cuerpo inerte.
Prefiero imaginar que aquella tarde
–invulnerable, fuerte; tal cual eras–
volaste, como un ave, al infinito.
Quizás y que en silencio, solamente
–sin tanta parsimonia, innecesaria,
que alarga sin motivo el sufrimiento–
te fuiste, diluyéndote en el éter.