En el vasto lienzo del cielo, Ezequiel contempló,
el espíritu santo en un carro de fuego se mostró.
Ruedas girando, seres alados con ojos centelleantes,
un torbellino de poder sagrado, visiones deslumbrantes.
“Caí rostro a tierra”, dijo, ante tal majestad,
el espíritu de Dios, su gloria sin igualidad.
En el polvo de la tierra, su rostro se ocultó,
pero en su corazón, una llama se encendió.
“Levántate”, le instó la voz, firme y paternal,
Ezequiel obedeció, su espíritu, un vendaval.
Con la fuerza de Jehová, se puso en pie, resuelto,
listo para servir, su temor se había vuelto.
Guiado por la mano, que todo lo ve y siente,
Ezequiel caminó, su fe era su pendiente.
A través de valles y montes, su palabra resonó,
como eco divino, que en las personas caló.
El espíritu santo, un faro en la oscuridad,
iluminó su camino, le dio claridad.
No era solo un hombre, era un mensajero,
con el soplo de Dios, un visionario sincero.
En su ministerio, no hubo mar ni desierto,
que su voz no cruzara, su mensaje era cierto.
“Hijo del hombre”, título de humildad y honor,
Ezequiel lo llevó, con dignidad y fervor.
Así, en versos fluye, la historia de aquel vidente,
que vio más allá del ahora, hacia un futuro latente.
Su visión, un legado, en la eternidad se inscribe,
Ezequiel y su llamado, en la historia se describe.