Ni frío ni calor, solo
noche bajo un cielo tibio.
Como un náufrago en mitad
de un océano de pinos,
me resguardo entre montañas
para encontrarme a mí mismo.
Abandono el pensamiento
y en favor de los sentidos
pongo el piloto automático
en un viaje hacia el instinto.
A lo largo de la noche,
un silencio interrumpido
por la llamada espectral
del cárabo en vuelo esquivo;
camuflado en la penumbra,
fantasmagórico aullido
rescatado por el monte
de un encantado castillo.
Bajo el templo negro chocan
delirio contra delirio
en los sueños de los duendes,
y el hechizo de los grillos
tras los sueños va dejando
inexplorados caminos.
Raíces al descubierto
por la erosión de los siglos
descansan sobre un colchón
descompuestamente vivo;
ácida cuna deshecha
donde retoñan los hijos
de padres bicentenarios
que los bañan en oxígeno.
Copas que vuelan directo
a soleados destinos,
sus raíces aferradas
a la pared del abismo,
y clavadas en las ramas,
las púas de sus cepillos
peinan al vuelo la brisa
que cae suave del risco.
Noche cargada de ensueño
entre pinos y más pinos,
antes de caer de bruces
bajo el sable matutino,
revélame tu secreto
y a ti me mantendré unido,
recordándote estrellada
hasta el último vestigio.