A lo lejos, en la bruma de mi mente,
vagan ecos de un tiempo, siempre ausente.
Las risas de niños que cuidé en verano,
susurran en el viento, como un canto lejano.
La casa en la colina, donde el arte vivía,
donde Renoir y Picasso compartían su alegría.
Yo, niña entonces, sin saber del destino,
jugaba en sus sombras, sin notar el camino.
Las manos de grandes que trazaron el cielo,
pinceles de historia, colores de un anhelo.
Yo era testigo, sin comprender aún,
que en esas paredes danzaba la luz de la luna.
Hoy, el recuerdo se vuelve cristal,
brillante, frágil, inmortal.
Los rostros de aquellos que ya no están,
se dibujan en el alma, en un lienzo de paz.
Recuerdos del ayer, tesoros sin edad,
que el tiempo no borra, ni el viento se llevará.