El viento me dibuja con alegría elemental.
Un estéreo gaélico de sombras granulares
suspende la indemne jícara del aliento y la
de las cimas efervescentes que naufragan
y golpean en sí mismas.
¡Cuán extraño este látigo montaraz!
Busco en las navajas del aire una chispa,
un filo bizantino, una broma de chifle…
pero todo es fuga.
Quizás todos, a veces, flotamos ajenos
con el corazón hecho una copiosa condena.
Y una luna en cuarto creciente, al tocar el borde
de un émbolo de humo, estremecemos:
Y en el río curvado de cuadernos pluviales,
en la semilla invisible, en el dúo de la duna,
en todo lo que no existe, creamos
endomingándonos cuando los inviernos
heterodoxos nos preguntan.
Después, cuando el viento implícito
de su aura imperial nos dibuja,
cuando nadie nos oye mascullar,
rearmamos los paisajes masculinos
que se deshacen e ingresamos, por un instante,
en el vértigo orondo del orzuelo.