En la parada de un bus solitario,
bajo el manto gris de la lluvia,
las gotas caen como lágrimas frías,
susurrando historias de amores perdidos.
El reloj, mojado por el llanto del cielo,
marca el tiempo de una espera interminable,
donde cada minuto es un eco lejano
de un amor imposible que no cesa.
La mirada cansada se pierde en el asfalto,
reflejo de un alma atrapada en la penumbra,
mientras el viento arrastra recuerdos,
como un suspiro que se escapa en la bruma.
En la lejanía, el rugido de un motor,
pero el bus no llega, el destino se diluye,
y en cada golpe de agua, un pensamiento,
una idea volátil que el miedo consume.
Aquí, bajo la lluvia, el hombre aguarda,
su pena se enreda en el roce del viento,
un momento de impacto, un instante eterno,
donde la espera se convierte en lamento.
Cada sombra es un reflejo de lo que fue,
y en el frío, el temor se hace abrazo,
la lluvia acompaña su soledad,
mientras el amor se aleja, eterno y escaso.
Así, entre lágrimas y sueños rotos,
la vida pasa, ajena a su pena,
y el bus, que no llega, se convierte en el eco
de un corazón que aún espera.