Ella me contaba su vida bajo la sombra de la higuera
y mientras hablaba, me parecía inmortal tallada en madera nativa.
Imploré una pausa para acoger mi asombro por el parecido de las vidas.
El futuro lo pintábamos convexo urgiendo la llegada de la primera primavera
y nos lucía perentorio alejarnos de nuestros padres.
Portábamos preguntas sin respuestas repletas de sospechas merecidas.
Sus manos me indicaban cuán lejos sería la distancia de sus progenitores
y sus dedos declamaban los talentos que aseguraba poseer.
Poco a poco percibí el petricor del entorno y el aroma de semillas en el limo,
mucho más que la palabra coincidencia, ya rendida y reventada a su filigrana.
Mirábamos el suelo buscando argumentos con idéntica inclinación de las cabezas.
No sabía si fingir sabiduría y solo oírla
o declararme en un acto de valentía disfrazada de autenticidad.
Mientras más describíamos la impronta de los sentidos
más coincidían las geometrías de las vivencias y sus arquetipos.
Con mi pulgar intenté borrar el lunar de su mano
cuando de improviso atropellé la boca vitoreada por el deseo
que alegremente bautizó nuestra primera vez.