Me crie en un lugar donde había muchos pozos, y aquellos agujeros en la tierra, de profundidad y anchura variables, siempre llamaron mi atención. No se te ocurra acercarte a un pozo, me tenían advertido mis mayores, pero basta que a un niño le prohíbas algo para despertar su curiosidad y poner a prueba su temeridad. No consiguieron evitar que me acercase a los pozos, pero precisamente por aquella prohibición, me acercaba a ellos extremando precauciones.
Solía tumbarme bocabajo en el borde y estiraba el cuello para asomarme a sus profundidades. Me pasaba las horas muertas mirando el fondo negro, pensando si en su interior habría escondido algún tesoro pirata o los huesos de algún macabro crimen. En ocasiones, tras asegurarme de que nadie me estaba observando, rodeaba mi boca con las manos y le confesaba un secreto, bajo la certeza de que la mejor manera de guardar un secreto era dejarlo caer al fondo. Por momentos, pensaba que se trataba de una ventana o una puerta al infierno, y desde sus oscuras profundidades, algún demonio me podía estar viendo. Ya lo dijo Nietzsche: \"Si miras largo rato al abismo, el abismo terminará mirándote a ti\".
Lo que más curiosidad me generaba de los pozos era conocer su profundidad, y para calcularla, cogía una piedra y la dejaba caer dentro. Al soltar la piedra, me quedaba completamente inmóvil, con la oreja apuntando hacia dentro para escuchar el golpe al chocar contra el fondo, y según el tiempo que tardase en caer, así estimaba yo su profundidad.
Algún pozo contenía agua, y estos no me permitían calcular con exactitud lo hondos que eran, porque después de oír el chapoteo al contacto con el agua, desconocía el tiempo que la piedra seguía cayendo hasta posarse en el lecho, pero la mayoría estaban secos y el error de cálculo era mínimo.
Había pozos tan superficiales, que no era necesario tirar la piedra porque podía ver el fondo desde mi posición. Los había de profundidad media, en los que la piedra tardaba 2 o 3 segundos en caer, y por último, estaban los más profundos, y tras 5 o 6 segundos de caída, el sonido del golpe me llegaba como un vago eco. Éstos eran los que más me impresionaban, e instintivamente, de un impulso me apartaba del borde tras llegarme el sonido de la piedra, a sabiendas de que si me caía dentro, ya no es solo que no podrían encontrarme nunca, sino que me resultaría imposible llegar al cielo en caso de subir en forma de ángel, porque las alas me rozarían con su pedregosa pared circular, y me vería condenado a quedarme eternamente en el fondo, mirando hacia arriba para ver un pequeño círculo de cielo, como un astrónomo que observa el firmamento a través de un telescopio.
Tras pasarme varios años calculando la profundidad de los pozos, quise hacer un experimento personal. Dejé caer una piedra en mi alma. De aquello han pasado más de 30 años y aún no la he oído caer.