La victoria mil padres,
la derrota, huérfana.
—Un tal Napoleón...
Es difícil mirar a los ojos
si los ojos no están abiertos,
si sus cuencas, vacías, llenan
un submundo extraño, y un relleno
de palabras no es suficiente a tapar
con un dedo el silencio, y el tiempo,
como un haz de varas tras el borde
cortante de un hacha, va dictando
sentencia, y es difícil la dificultad.
Es difícil hilvanar ideas si salen
de tus sesos sandeces, subproductos
destilados desde una sentina sucia,
de aguas fecales que ya mal huelen
a yogur caducado y a jamón rancio,
y la respuesta pendiente es a preguntas al aire
que vuelan todavía el entresijo de una nube,
con pájaros al margen de lo que pasa, y yo, ciego,
nadando mar adentro el dorso de una tabla
que naufraga y tú, de cerca, asomada,
precipicio abajo, una veranda de macetas
—tu madre tras la celosía, que su niña no sufra—,
y la erosión del riesgo cirniéndose cual halcón y,
después, el día termina, y yo...
Es difícil, sí, ¿o no?, no dejarse influenciar
por las barbas del vecino cuando se remojan; difícil
pensar que alguien a quien has visto no la vuelvas
a ver tras verla muy de cerca, y a lo mejor, en un faldón
de un periódico, en las hojas de las esquelas, acabes
constatando que la posibilidad de verla equivale a cero,
y te das cuenta de la debacle, y al final te arrepientes,
y tus salidas de tiesto, solo a veces, traen inundaciones
de mal arreglo, mala la succión de sus aguas negras.
Siempre acabo desparramándome —o casi siempre—.