La tímida caricia del tiempo, que se va
apenas sin rozarlo, ya lejos de mi puerta,
me trae la fragancia cercana de los bosques
y el húmedo recuerdo de aquella infancia eterna.
Camino entre los árboles y el viento me acompaña.
Y dice su susurro que, sobre mi corteza,
los años han pasado por luces y penumbras,
acaso como sueños de otoño en primavera.
A cada paso el cielo, con sus miradas grises,
descubre que la lluvia, que pare la belleza,
es más que aquel bullicio de chopos y molinos
que baña la llanura, tras de las hojas secas.
Crujientes, seductoras, llenando los vacíos
con esa luz difusa y aleve de la niebla.
Perdido en la memoria, el prado se adormece
debajo de la escarcha que besa la ribera,
camino de las horas donde dejé marchitos
el verde tintineo de abril, y esa acuarela
de nítidos matices, intensos como el barro,
que nace de las aguas, donde la paz espera
gritándole al silencio que ya no queda nada
para desvanecerse al tacto de la hierba.
Quizás otra mañana despierte con el firme
aliento de encontrarme, y darme a la demencia
total de regresarme de nuevo a lo perdido,
pero esta lo que toca es ver si, por mi huerta,
rebrotan ya las cosas, dejadas al olvido
del frío del invierno, o siguen bajo tierra
sin ánimo ni vida, como mi corazón
que sigue hacia adelante, pues es lo que nos queda.