Puro fuego decías sentir
jurando consumir con eso mis entrañas
envolver con ese manto de luz mi alma impía
pero tu pretendida pureza acabó cediendo al polvo.
No cabía allí otra religiosidad que la de nuestro sexo
por eso interpretabas mi devoción a tus formas
como un impostado confesionario,
una eucaristía adeudada y sublimada en el pecado.
Subsumías con ese fuego mi herejía,
pretendías que viera en tus tiernos relieves el busto de Dios
para lograr la conversión definitiva
y volver nuestra sangre el sacrificio,
pero todo lo que restó de aquella ceremonia
fue consumido por su propio desengaño
saturado por el agnosticismo del corazón
por la apostasía que acabó relegándome del templo
y profanando nuestra presencia.
Yo, ángel caído
tú, Judith,
profusa, completamente radiante en su temeridad,
cegado por tu ambigua presencia
sigo cayendo
porque continúas en la memoria cual magma
que palpita luego de haber sido expulsado
de la manera más ígnea y destructiva.
“Luz se vuelve cuanto toco
Y carbón cuanto abandono:
Llama soy sin duda alguna”
Rezaba Nietzsche en su Ecce Homo
y así este volcán que persiste en su erupción
(la metáfora extraviada de aquella pasión incendiaria)
continuará conspirando durante las noches
mortalmente claras,
sofocándonos
avasallando el espacio
donde solíamos saborear la carne del abismo,
al borde de la cama a punto de quemarse
callando deliberadamente y a espaldas del sacramento,
cada una de nuestras virtudes
para luego desaparecer, sobrepasados,
demasiado corroídos para salvaguardar las bendiciones
y sortear el cálculo milenario de la creación.