Al ajimez, la vieja dama asoma,
sus ojos secos miran el ocaso,
el frío aire roza su rostro obeso,
su pecho vacío un amor reclama.
El sol se despide, con luz herida,
pintando con ocres el cielo raso;
las sombras lentas mueren en el foso
que rodea el castillo, agua que olvida.
Allá en los valles, donde el río albura,
cantan las aves un himno liviano,
sus trinos copian un sollozo vano.
Presa en su torre, la hermosa madura,
sufre en la tristeza su amor lejano,
el crepúsculo de aquel desatino.
El recuerdo afea su noble feudo
de juventud, pues no amó cuando pudo.