“No hables…” -me dijo- “a menos que mejores
el silencio”
Entonces la abracé con fuerza
y de sus cerrados ojos se liberó una lagrima,
me abrazó,
luego se soltó y me dejó partir.
“Quédate conmigo…” -le decía mientras me iba
alejando- “no seamos piezas de un mundo
despedazado
que se va esparciendo en la nada…”
“Regresaré, regresaré…” –murmuraba el eco,
adentrándose a mi desierto.
El regreso se hizo largo, impronunciable, sin esa
voz agresiva
de las promesas que no conocen la distancia,
lleno de fechas vencidas
y cuevas atmosféricas dirigiéndose al norte
de la desesperación.
¡Ya estoy aquí! –la voz despertó al abismo, el aire
del nunca más
golpeó el pecho de su respiración,
los ojos se abrieron para dejar correr un río
hacia su destrucción.
¡Ya estoy aquí! -el eco repitió como un loro,
como llamando a despertar a la sangre de su sueño
y crónico letargo.
El tiempo, el espacio, las voces no son lo mismo,
la vida lleva la mirada
de los que miran largamente sin parpadear.
La cuidad, el pueblo, la gente, los perros.
¡No lo sé!
No me conocen los colores dramáticos
de las calles, no me conoce la realidad que circula,
nadie, nadie me recuerda.
Es como si llegara de alguna eternidad.