Paolo Gil Euceda

El mecanismo de los sueños

Abro los ojos a las tres de la madrugada. Es como si las paredes de mi dormitorio estuvieran erigidas como muros de criptas, con esqueletos recostados que al salir el sol se rellenan de carne y se levantan para ir al trabajo, igual que yo. Sin embargo, hoy me encuentro abrazado a un revoltijo de sábanas que se han ido distanciando de mí para ganarle terreno al suelo. Mi cripta debe ser la única en la que alguien sigue despierto.
Me levanto con la decadencia de las horas resbalando hacia el suelo, sin dejar de mirar el zapatero frente a los pies de la cama, tiene los tiradores negros con un torneado redondo. Supongo que el negro es un color neutro que contrasta con el fondo blanco del armario, ambos parecen colores sin personalidad.

Arrastro los pies en dirección al pasillo cuando me atrapa una sensación de vacío que me resulta cotidiana. Medito sobre lo sucedido en mi vida, como si hubiera necesidad de sopesar en una balanza la importancia de lo acontecido desde el inicio, desde los lugares a los que mi memoria alcanza a rememorar, hasta que alcanzo la puerta del baño y activo el interruptor. Un tipo me mira a través del marco sin decir una palabra. A primera vista me parece un sin sustancia. No habla, aunque yo tampoco le digo nada. Lo observo apoyado en el marco de la puerta mientras un momento incómodo transcurre. El tipo lleva una barba formada por millones de puntitos oscuros, que me recuerdan a las limaduras de hierro que se forman alrededor de un campo magnético.

Me desplazo hacia adelante y abro el primer cajón del lavabo, él se mueve y abre el suyo, el que hay al otro lado del marco. Es un tipo con una cabeza mendiga de pelo, que sujeta unas orejas en punta de las que brotan dos crines transparentes, tiene las cejas tan pobladas que se las podría peinar a cepillo, y unas ojeras con las que haría pocos amigos si de ellas dependiera. Como tiene un aspecto similar al mío deduzco que ese tipo soy yo. Va a ser verdad que la soledad se ha enquistado en las acciones que realizo de manera habitual y me ha ido dejado en un estado zombificado de enajenación.
Me acerco al marco para escudriñar qué le sucede en el rostro. Examino con curiosidad la soledad que tiene incrustada a lo largo de la frente como un dibujo evidente entre los pliegues que se forman al contraer la cara, mi propia cara. Es entonces cuando una sensación de parálisis me desarma, me fusila frente al espejo de los años, los que he ido deshojando con un ramo de ilusiones que traía conmigo. No puedo evitar que una sensación amarga me recorra la garganta para formar un nudo. Aquellas ilusiones se han ido, ya no las voy a recuperar jamás.

Decido salir a caminar bajo el fulgor de la luna y la quietud que me brindan las horas que restan de noche. La brisa refresca el paseo que asciende hasta la calle Mayor. Al cabo de un rato, me siento en un banco de una orilla de la calle y espero, como si llegara un tren a una parada de ferrocarril inexistente en mitad de la acera. Mis manos comienzan a temblar con un hormigueo que me eriza la piel. Hay un fragmento ubicado en lo profundo, tras las capas del cuero cabelludo, no en el corazón ni en el hueco de la barriga donde creo que los presentimientos nacen sino bajo el grueso del cráneo donde estoy seguro que reside el deseo racional, ese que me indica que mi padre vendrá a buscarme, que atravesará el camino con la hilera de farolas, montado en un bagón que detendrá y se sentará a mi lado, como en las postrimerías de las noches en las que desplegaba las hojas de un libro llamado La historia interminable. Tampoco es que recuerde estos hechos, él me ha insistido en que sucedía así, tumbado yo en la cama y él leyéndome en mi infancia, la que rememoro pendiente de un hilo amenazado por el desgaste.

De regreso hacia el edificio donde finjo tener una vida, reparo en la capa externa de la acera próxima a la carretera, por donde ascienden los cilindros grises de las farolas con adornos detallados de forja enroscados en los cuellos. Sus luces se apagan a la misma hora de siempre, y poco importa que el amanecer pinte de azul el cielo o por el contrario aún estén los velos de oscuridad descendiendo sobre los tejados. A veces, cuando sus bombillas dejan de estar preñadas de brillo, se derraman las sombras por las fachadas mientras los maceteros junto a los árboles se inundan de noche, como si formaran parte de un bosque al que le hubieran crecido avenidas de edificios con letreros azules y números en cada portal por un inexorable artificio de la modernidad.

El reloj colgado en el muro del salón marca que ya ha entrado la tarde. El trasiego de un camión rasga sus cuerdas vocales. La almohada en la que despierto está empapada y el pecho me ruge con hondonadas de mordiscos y alfileres que se mueven en cada contracción ventricular. El sonido del camión alejándose mientras soñaba rebota aún en las paredes de mi piso. Desconozco el mecanismo por el cual no se me han borrado las historias que hay en algunos de mis sueños y los personajes que los habitan. Los simbolismos me acechan en una estructura abigarrada de preguntas y verdades encriptadas, mientras la historia de esta tarde les da la forma de una playa donde he sido criado. En el sueño, la luz inundaba cada palmo. La gente estaba sentada en la arena, bajo las sombrillas, frente a un mar refulgente plagado de ondulaciones, simulando el viento sobre su superficie. Mi familia y sus amigos se sentaron alrededor de una mesa. Ellos me habían invitado. De todos modos, albergaba reticencias y anhelos disueltos en un cóctel de emociones contradictorias. Una mitad quería caminar a su lado, pasear por la arena, volver a retomar el contacto perdido. Estaba dividido por las malas experiencias que hacen muesca sin que la distancia sane las heridas.

Me senté en la mesa, mis padres me increparon porque debería haber comprado mi propia comida. El desconcierto me abrumó. No entendí por qué había sido invitado y después me debía hacer cargo de esas cosas. En otro instante, la mesa había sido transportada al interior de una tienda de campaña en la que la iluminación del exterior contrastaba con la penumbra que proyectaba la tela de nylon. Nuestros instintos comenzaron a emerger, fue lo típico, las discusiones de antaño cargadas de resentimiento y sinsentidos. Entonces despierto y retomo la rutina errante de andar por el piso. El camión ya se ha marchado como un recuerdo, los rincones ceden a los murmullos de un grupo de personas que caminan en el exterior y que se detienen a conversar en la plaza nueva que hay junto al museo. Mi mente va tras el tumulto, regresa después a la soledad y a continuación flota por la ventana, observa el vacío de la carretera en un estado de no saber a dónde ir. De puertas para adentro, retorno a los distintos lugares esparcidos por el mapa. Los siento como un pasado moribundo del que no sale agua, como un pozo polvoriento con distintas voces que me llaman alejándose. No puedo regresar al ayer de mis pensamientos. No puedo regresar a aquellos lugares y hacerlos distintos.