Ricardo Castillo.

Teatro de la mentira

Repetimos un discurso que no es nuestro,
y lo vivimos fatalmente.
Como objetos movidos por un hacedor del drama,
que se deleita con el acto fatal, entramos en escena.

Somos la imagen ficticia de un narrador invisible,
depositarios de su voluntad.
El oyente imaginario que sigue el guion
de una obra mayor.
El viejo profano que esculpe formas
de un lejano y premonitorio lugar,
al que se le ha vedado discernir la narrativa
de la ópera prima y su íntima realidad.

¡Ignaro y querido amigo, no somos reales!
No existe autenticidad en nosotros;
acaso actores, aunque eso requiere conciencia de serlo.
El verdadero actor es ese sujeto anónimo
que teje nuestro guion, el artista del gran teatro de la mentira,
el auténtico hipócrita.
Somos pequeños personajes: títeres, bufones, declamadores,
poseedores de un ígneo resplandor
de ignorancia, falsedad e idolatría.
¡Esto somos, lo que ofrecemos al mundo!

Y de nuevo el necio, que por ratos ve la luz
y luego a propósito la olvida:
«(…) dejar de ser el objeto hilado por el marionetista,
la razón de ser de ese monstruo sin rostro:
despojarnos de la vida, atarnos al reloj,
reducirnos al enunciado.»

¡Vean! Todo el escenario se inunda de luz
mientras el actor y sus papeles se confunden.
—¡Pobre hombre!
¿Les parece normal que su mente y sus sentimientos
deambulen por lapsos en el público,
fuera de los límites del teatro,
para luego desvanecerse, solitario, en casa?

TEATRO DE LA MENTIRA
VOX CLAMANTIS