Revisando viejas batallas, algunas aún rezuman
sangre, sudor y lágrimas.
En términos de bajas, aquello fue un desastre,
una derrota inscrita en el cuerpo.
Pero veo el camino recorrido en mis adentros,
un sendero que se aproxima, lentamente,
a lo que soy realmente.
No salí indemne de ninguna de ellas;
las pérdidas, enormemente vastas,
dejaron cicatrices donde una vez hubo certezas.
A decir verdad, la cabeza baja,
pero el hombre se alza, más fuerte,
un poco más cercano a sí mismo.
No repetí los mismos errores, salvo uno:
amar a la misma sombra, al mismo rostro,
pero incluso ayer, ya conocía el perdón
que me ofrecí en silencio,
el amor propio que invade mi firme decisión
de seguir amando a esa imagen en el espejo.
Cada batalla me enseñó que el verdadero yo
reside en lo que entrego, en lo que ofrezco.
Y quien no lo ve, pues...
es un espectador ciego
de un combate que nunca entendió.