-oh, Toro de mis ansias, ¿cuántas eras faltarán hasta dar contigo?-, suspira el Águila, reina de una especie que ya desapareció. Indaga la faz durante eónes, vuela por las madrugadas para no ser descubierta y tal vez extinta. Cruza mares de hielo, desiertos ondulantes, valles de lágrima.
La potente bestia de sus desvelos, ignorante de toda requisitoria aérea, yergue su figura de presa ante vanos cazadores, y avanza a la carrera entre multitudes dadas a la súplica; aplasta cabezas, manos, posibilidades de mejor vida. Y va rumiando: -cuerpo a cuerpo no podrán vencerme, ahora que si empiezan a joder con armas de fuego o jeringas con sueños...-. Mientras discurre con preocupación, no detiene su marcha, dejando atrás un reguero de lamentaciones.
Nada saben los animales que labran esta epopeya, de ángeles derribados que al transmutar en hombres y hembras conciben el plan de revertir las situaciones que se dan por naturaleza, y explorar terrenos devastados para hallar oro dentro del fango. Sólo organismos primarios pueden preferir el metal a la pureza del agua.
El emblemático cuadrúpedo carga su poder junto a la incertidumbre por el mundo que le toca padecer, mundo regido por siniestros reyes bípedos. Deriva sobre una tierra que ya no es suya, haciendo gala de su peso, afirmando las poderosas patas por campos sin límite, por estadios que piden sangre, por corrales de servicio.
Y ese águila impenitente vislumbra que jamás descenderá en aquellos lares. Su mente efímera descree de sitios donde caminar sea indispensable, y matar a otra especie no merezca castigo. Ella elige cielos de abundancia, cumbres bien altas, descampados sin crimen. Su destino es ineludible: flotará hasta la muerte, privada del portento que puebla sus sueños rapaces, su calva urgencia