Me mantendrás en tu presencia para siempre (Sal. 41:12).
En el sendero eterno de la devoción a Jehová, donde los corazones se elevan en ferviente emoción, allí, un ser en su viaje, con fe a él se consagra, y en las aguas bautismales, su dedicación ancla.
Con cada acto de amor, con cada oración, la lealtad florece, desafiando la erosión del tiempo y el espacio, en sagrada dedicación, ofrendando al Creador, la más pura intención.
El firmamento escucha, la tierra da testimonio, de un compromiso inquebrantable, sin vestigio de deshonra, una entrega para siempre, un pacto sin final, un regalo de lo eterno, en lo terrenal.
La lealtad, joya rara en este vasto universo, brilla con luz propia, trascendiendo el curso adverso, un tesoro que al Todopoderoso se ofrece, en un altar de constancia, donde el amor nunca decrece.
Porque en la danza cósmica de la existencia, donde cada estrella narra su propia esencia, es el servicio desinteresado, la melodía que resuena, en la sinfonía divina, que todo lo llena.
Así, en la entrega de sí, en el servicio sin condición, se halla la verdadera felicidad, la más noble visión, un eco de infinito, en el corazón espiritual, un reflejo de lo divino, en el lienzo terreno.
Y en este intercambio sublime, donde lo finito se encuentra con lo infinito, se teje una historia de amor, escrita en la Biblia, donde cada acto de fidelidad, cada momento de devoción, es lo mejor que puede hacer con su vida, en la galaxia de la salvación.