El abismo no tiene fin, solo el eco de lo que fuimos.
Caemos sin tregua,
la piel desgarrada por el viento,
el hueso desnudo ante el vacío.
El tiempo es testigo mudo de la carne que se desprende,
constelaciones de dolor brillan bajo la piel rota.
A veces,
la caída es lenta,
el aire suave como una caricia olvidada,
pero las heridas no sanan.
Las costras son máscaras quebradizas,
y debajo, la carne arde,
siempre viva,
siempre abierta.
No hay fondo,
no hay fin,
solo el abismo que nos llama por nuestro nombre.