La chinita, la que vive al fondo,
A la mujer del campo la perfuma esa flor de durazno. Vas cortando frutos con tus manos ásperas de la cosecha; vas por los senderos con tu voz imponente y tu cara sonrojada por el sol abrasador del campo.
La joven bonita de los campos, con carácter de fiera, ilumina con tus ojos cautivadores.
Tu rostro bonito lo acaricia el viento polvoso y abrasador de la tierra.
Llevas agarrada de tu falda a ese precioso varón, compañero de tus días bajo el sol. Cada paso que das por el campo, con tus alpargatas gastadas, muestra tu fortaleza. No cargas lujos; solo cuelga de tu cuello el crucifijo de nuestro Señor.
La joven del campo, de cabellos negros ondulados, enmarca tu dulce rostro. Tus manos lastimadas llenan el canasto y, como recompensa, en tu cintura llevas las monedas para llevar comida al hogar.
Tu día termina al ponerse el sol y, sin embargo, vas con tus pies cansados e hinchados, dejando rastros hasta la casita del fondo.
Así te recuerda mi padre, con sus ojos llenos de dulzura y extrañeza. Toca mi rostro, diciéndome que te recuerda a través de mi rostro.
Me hubiera gustado conocerte, pero la frialdad de un desamor te alejó y separó nuestros caminos. Mas, sin embargo, deseo me devuelvas a esa tierra bendita y me abrigues bajo tus brazos cuando el Creador venga a buscarme.
Rosa del campo de mi dulce Mendoza, tierra de sol y del buen vino.
Mientras tanto, tengo tu recuerdo a través de los ojos brillantes de mi padre.