Era un día frio, de vicisitudes difusas,
En un rincón, apropósito olvidado de sombras confusas,
un bulto temblaba, un lamento sin voz,
un pequeño felino sin madre y sin dios.
Lo recogí entre mis manos, apenas un soplo,
su cuerpecito débil, su ánimo roto.
Le di mi calor, mi hogar y mi abrigo,
y así comenzó nuestra historia de amigos.
Creció entre juegos y mañas traviesas,
saltaba cortinas, rompía promesas,
tiraba los vasos con aire burlón
y luego, sin culpa, dormía en mi colchón.
Era mi sombra en los días sombríos,
mi rayo de luz en momentos vacíos.
Cuando el alma dolía y faltaba razón,
ronroneaba a mi lado, calmando el corazón.
Y aunque a veces, gruñón, se hacía el dolido,
y se ofendía por puro capricho fingido,
volvía a mis brazos, con maullido cordial,
más que un simple gato: era amor sin igual.
Hoy su rincón en la casa está mudo y vacío,
y yo ando perdido, sin norte ni brío.
Mi hijo de cuatro patas, mi amigo felino,
tomó otro camino… un último destino.
El cielo ganó, pero aquí me dejó
un hueco en el pecho que nada llenó.
Se fue sin aviso, se llevó su calor,
y en mi alma quedó el eco de su amor.
No volveré a verlo dormir en mis pies,
ni a sentir su mirada como un suave revés.
No habrá más zarpazos jugando al engaño,
ni ese ronroneo que acallaba mi daño.
Ahora mi hogar es silencio y ausencia,
y su recuerdo me pesa con cruel permanencia.
¡Ay, pequeño gato, travieso y querido!
Eres más que memoria… eres duelo encendido.
Mi corazón se quiebra en un silencio absoluto,
como si el invierno entrase de un solo tumulto.
Y es que amarle fue fácil, perderle un tormento,
me dejó sus huellas marcadas por dentro.
Si pudiera abrazarte una vez más, pequeño,
te daría el mundo y todo mi empeño.
Aquí seguirás, donde nadie te olvida,
mi hijo, mi amigo, mi alma encendida.
Y aunque tu cuerpo se apague en la niebla y la noche,
tu amor es la llama que aún me conoce.
Te busco en el viento, te sueño en el hogar,
mi querido gatito… nunca dejarás de estar.