Lucio Mendez

Antonia

Es la persona más tímida que he conocido en la vida. Alta, delgada, con una melena pelirroja a lo Maradona, caminaba casi de puntillas, con los hombros echados hacia atrás y la barbilla levantada. Lo refinado de sus modales no se correspondía con lo sencillo de su vestimenta o su tosquedad al hablar.

Fuimos compañeros de clase en los últimos años de educación primaria, y aunque nunca tuve con ella una estrecha amistad, sí existía cierta confianza entre nosotros. El sistema educativo ha cambiado bastante desde entonces. Actualmente, la educación primaria es hasta los 12 años en caso de no repetir curso, pero entonces permanecíamos 2 años más en el colegio (hasta los 14). A diferencia de hoy en muchos casos, en que el horario lectivo es de 9 de la mañana a 2 de la tarde, por aquel entonces entrábamos al colegio a las 9 de la mañana, nos quedábamos a comer en el comedor escolar, a las 3 dábamos un par de clases y salíamos a las 5 de la tarde. Prácticamente nos pasábamos el día en el colegio, incluyendo 2 o 3 horas de patio, y al estar tanto tiempo juntos, nos relacionábamos mucho entre compañeros y la clase era una piña.

No sé como comenzó la anécdota que cuento a continuación, pero sí sé como terminó. Encontrándonos en el aula, normalmente entre clase y clase, en los 5 minutos que transcurrían entre la salida de un profesor y la llegada de otro, momento que los críos aprobechábamos para desmadrarnos, yo ponía el codo en la mesa, y apoyando la cabeza sobre mi mano, me quedaba mirándola fijamente.

Como nos sentábamos separados, en ocasiones en extremos opuestos del aula, la mayoría de las veces no se percataba de mi mirada, y entonces yo desviaba mi atención para ponerme a hablar con mi compañero de pupitre o para preparar el libro de la asignatura que nos tocaba a continuación. Pero las veces que me veía mirándola, comenzaba el espectáculo.

Al primer cruce de miradas, ella desviaba la vista rápidamente. Transcurridos 5 segundos, volvía a girar la cabeza hacia mi posición, y al darse cuenta de que yo seguía con mis ojos clavados en ella, se cubría la cara con una carpeta forrada con pegatinas de los ídolos adolescentes del momento, como Alejandro Sanz o River Phoenix (hablo del año 91 o 92), y le entraba una risa incontrolable. Era una risa silenciosa pero convulsiva, y yo sabía que se estaba riendo porque veía su melena y sus hombros agitarse por encima de la carpeta. A los pocos segundos, volvía a mirar por encima de su parapeto estampado, con la cara cada vez más colorada, y así como se cerciorase de que la seguía mirando, volvía a agacharse tras la carpeta para seguir riendo. No creo que su reacción se debiera a un sentimiento de atracción por mí. En parte estaba motivado por su timidez y, como he dicho, teníamos confianza y en el patio a menudo bromeaba con ella.

Cuando nos encontrábamos en esta tesitura: Con ella interponiendo su barrera para contener mi mirada, y en ese momento entraba el profesor de ciencias sociales, que a su vez era nuestro tutor, y a quien le debo en parte mi afición al arte renacentista, alguna vez la situación terminó descontrolándose.

Al verla tan azorada, el profesor le preguntaba si le pasaba algo, aunque supiera perfectamente lo que le ocurría. Mire, éste no deja de mirarme, le contestaba ella, sacando la mano por encima de la carpeta para señalarme. ¿Y qué pasa porque te mire? Volvía a cuestionar el profesor, esbozando una sonrisa socarrona. ¿Y por qué me tiene que mirar a mí? ¿No puede mirar para otro lado? Decía ella. Entonces el profesor me pedía que dejase de mirarla y yo obedecía, momento en el cual ella bajaba su carpeta. Todo esto con todos los compañeros de clase en silencio, sin perder detalle de los acontecimientos.

Como he dicho al principio, desconozco como empezo esta anécdota pero sí sé como terminó. Una de las veces, mientras ella se cubría con la carpeta, en silencio me levanté de la silla y me acerque a su mesa, puse mi cara a unos centímetros de la carpeta y cuando se asomó por encima para ver si la seguía mirando, al verme detrás de la carpeta, del susto dio un respingo hacia atrás al tiempo que me daba un carpetazo en la cabeza. Yo regresé hasta mi mesa quejándome con las manos en la frente, al tiempo que la clase al completo estallaba en carcajadas. Con el tiempo entendí que mi actitud tal vez no fuera la más adecuada, porque aunque aquello la hiciera reír, era una risa nerviosa y a causa se su timidez se pudo sentir intimidada. A mí por ejemplo me pasa ahora con las cámaras de vídeo de los teléfonos o de vídeovigilancia, y aunque ya tengo una edad en la que si veo a alguien gravándome de manera indiscreta, invadiendo mi privacidad, si me pilla cruzado lo mismo me bajolos pantalones y le hago un calvo a la cámara, entiendo que con aquella edad, la pude haber incomodado, llegando a sentirse intimidada.