Hay un reloj en la torre
silencioso y descuidado,
que va marcando las horas
cuando el sol brilla en lo alto.
Yo siempre le he conocido,
altanero y solitario,
con esa efigie de piedra
y en su trono bien sentado.
Fueron días de la infancia
de colegios y mecanos,
con la sombra de los juegos
y de algunos campanarios.
Y a su lado compartimos
los minutos que, en los ratos,
nos dejaban los recreos
entre clases y trabajos.
Pasó el tiempo, con nosotros,
los relojes se quedaron,
aguantando el día a día
y ese tiempo de los años.
Hoy te veo, nuevamente,
pues mis pasos regresaron,
a los muros que soportan
unos signos mal borrados.
Y te veo, generoso,
como siempre y como antaño,
señalando bien las horas
con el sol a tu costado.
Un suspiro se me escapa
de este pecho un tanto anciano,
y un susurro toma forma
con tu nombre de mis labios.
Rafael Sánchez Ortega ©
11/10/24