Entre las verdes plantas trepadoras,
que se enredan, pacientes,
sobre las pérgolas,
desciendo por su florida caída,
como racimos fragantes y románticos.
Por sobre los musgosos muros,
donde descansa la hiedra,
entre coloridas plantas colgantes—
lazo de amor,
amor de hombre—
entre enredaderas
y vivaces hojas rojas,
deposito ahí un sueño.
En el viejo tronco del árbol mutilado
y podrido,
frente a una fuente de agua, vieja y seca,
bajo el sol del trópico húmedo,
me rindo ante los misterios;
no hago más preguntas,
me entrego al silencio
y a la soledad.
En la quietud de la piedra,
la fructificación de la espiga
y su inflorescencia,
la invasión del gramón
en la menuda hierba,
me sumerjo en la eternidad
por un instante,
para dejar de ser.
¿Quién ha de venir a despertarme,
ahora que me he convertido
en lo que profundamente vi?
¿Quién regará mi jardín,
cuando me haya transformado
en el tallo de la flor?
Cuando haya mutado a lo primario,
a lo fundamental:
la vulnerabilidad de la planta
que apenas germina,
y a la efímera vida de las rosas;
cuando, en vísperas del invierno,
sea yo
la savia para las raíces,
el alimento de las hormigas
y la pisada de los extraños,
¿quién cuidará de mí?
Y mucho tiempo después,
cuando llegue la primavera,
¿podré quedarme en el jardín donde nací?
¿Quién tiene la respuesta
a la pregunta anticipada?
¿Por qué he de pensar
en la futura floración de mi sepulcro?
¿Cómo anhelar la vida vegetativa,
ignorando un futuro tormento?
Pronto sabré lo que seré
y olvidaré lo que deseé
en el jardín floreal de esta mañana,
mientras ahora vegetan
las tristezas de ayer.
Managua, mañana del 14 de octubre de 2024.