Desde este promontorio indescifrable,
donde el barro dilúyese en la niebla,
alcanzo a vislumbrar el admirable
encanto de la vida que te puebla.
Los más arduos desiertos, en arena
aventan por mis ojos la tiniebla,
la bárbara intuición que me gangrena
al ver que nada queda sin manchar,
que el río de los hombres se envenena
a medida que fluye en pos del mar.
Y toda esa ponzoña destructora
se extiende por la tierra hasta llegar
al límite en que el viento se hace aurora,
que verde azota el cielo, silencioso
y mudo a tanta sed devoradora;
tratando de ocultar tras algo hermoso
la mísera existencia de los hombres,
que siguen su camino pesaroso
llevando en sí el olvido de sus nombres
grabado al mismo fuego que provocan.
Me queda la esperanza (no te asombres)
lozana en los recuerdos, que me evocan
presentes y futuros por venir.
Es hora de que aquellos que te invocan
escuchen lo que tienes que decir
con esa voz tan tuya, peregrina
del aire, manantial del existir,
arrullo de paloma cristalina
al alba de la vida, bajo el sauce
celoso del reflejo, que adivina
que crece su raíz como tu cauce,
que en paz rebrotará otra primavera
y el agua en ti tendrá ya quien la encauce
volviendo una vez más a tu ribera.
El limo que arrastró con la crecida
reposa su virtud en vid postrera
y llena de racimos la mullida
viña, donde de nuevo está el jilguero,
en lo alto del peral de larga vida.
Me pierdo entre las matas de romero
a contemplarte en toda tu belleza
y esplendor, mientras calo mi sombrero
al sol que muestra tu naturaleza
indómita y dormida en tantos años
de labores y sueños de riqueza
transformada en pobreza de rebaños
pastando tus dominios en invierno,
cayéndose del cielo y sus peldaños,
buscando por tascar un brote tierno
que amanse ese vacío en su interior,
que apague la sentencia en el infierno
terrestre en el que mueren sin amor,
inicuo sacrificio de la guerra,
que siembra la semilla del dolor
mientras abre una herida que no cierra.
Escucho el silencioso centelleo
del viento por mi rostro, que se aferra
al frío despertar; y otra vez veo
la sombra de la encina solitaria
como signo impasible del deseo
de ver al fin cumplida mi plegaria.
El tiempo y Dios dirán si esta locura
termine para siempre y, hasta el paria,
se sacie de la mies, que en su hermosura
encierra de la tierra todo el grano,
y palpe así del pan la levadura
y parta, dando paz a todo hermano.