Miguel Ángel Miguélez

Me queda la esperanza

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde este promontorio indescifrable,

donde el barro dilúyese en la niebla,

alcanzo a vislumbrar el admirable

 

encanto de la vida que te puebla.

Los más arduos desiertos, en arena

aventan por mis ojos la tiniebla,

 

la bárbara intuición que me gangrena

al ver que nada queda sin manchar,

que el río de los hombres se envenena

 

a medida que fluye en pos del mar.

Y toda esa ponzoña destructora

se extiende por la tierra hasta llegar

 

al límite en que el viento se hace aurora,

que verde azota el cielo, silencioso

y mudo a tanta sed devoradora;

 

tratando de ocultar tras algo hermoso

la mísera existencia de los hombres,

que siguen su camino pesaroso

 

llevando en sí el olvido de sus nombres

grabado al mismo fuego que provocan.

Me queda la esperanza (no te asombres)

 

lozana en los recuerdos, que me evocan

presentes y futuros por venir.

Es hora de que aquellos que te invocan

 

escuchen lo que tienes que decir

con esa voz tan tuya, peregrina

del aire, manantial del existir,

 

arrullo de paloma cristalina

al alba de la vida, bajo el sauce

celoso del reflejo, que adivina

 

que crece su raíz como tu cauce,

que en paz rebrotará otra primavera

y el agua en ti tendrá ya quien la encauce

 

volviendo una vez más a tu ribera.

El limo que arrastró con la crecida

reposa su virtud en vid postrera

 

y llena de racimos la mullida

viña, donde de nuevo está el jilguero,

en lo alto del peral de larga vida.

 

Me pierdo entre las matas de romero

a contemplarte en toda tu belleza

y esplendor, mientras calo mi sombrero

 

al sol que muestra tu naturaleza

indómita y dormida en tantos años

de labores y sueños de riqueza

 

transformada en pobreza de rebaños

pastando tus dominios en invierno,

cayéndose del cielo y sus peldaños,

 

buscando por tascar un brote tierno

que amanse ese vacío en su interior,

que apague la sentencia en el infierno

 

terrestre en el que mueren sin amor,

inicuo sacrificio de la guerra,

que siembra la semilla del dolor

 

mientras abre una herida que no cierra.

Escucho el silencioso centelleo

del viento por mi rostro, que se aferra

 

al frío despertar; y otra vez veo

la sombra de la encina solitaria

como signo impasible del deseo

 

de ver al fin cumplida mi plegaria.

El tiempo y Dios dirán si esta locura

termine para siempre y, hasta el paria,

 

se sacie de la mies, que en su hermosura

encierra de la tierra todo el grano,

y palpe así del pan la levadura

y parta, dando paz a todo hermano.