Era el 7 de abril, año 2004,
una noche cualquiera a sus 46,
frío tenue, sexo nocturno,
y el hedor del tabaco de su mujer,
languideciendo sus ansias de vivir.
No era el miedo a un cáncer terminal,
sino la agonía de convivir con quien
le robaba el sueño, arrancaba el deseo.
Ella vivía para sí, y él—
arrastrado en la complacencia,
postergando anhelos como pan diario.
Cristian recuerda, no siempre fue tormento;
Hace apenas cinco años, decidió quedarse,
con aquella mujer algo mayor,
pero ardiente, una fogosidad
que disfrutaba sin medida.
En su juventud descubrió
que el sexo era un buen escape,
un alivio para los días grises,
aunque supiera que no era cura,
sino apenas un remedio pasajero.
Vivir con alguien que gozara de ese juego,
una útil coincidencia, un refugio
donde el calor de los cuerpos
silenciaba—por un momento—
el frío de la vida.
Pero hoy, en esta noche común,
la brasa del cigarro dibuja sombras
en la pared desnuda de sus pensamientos.
Y se pregunta, por primera vez,
si acaso la piel que toca cada noche
es la misma que lo encierra.
Se mira en el espejo,
las arrugas trazando un mapa
de los sueños no cumplidos,
y un cansancio tan profundo
como el deseo que alguna vez fue suyo.
Tal vez mañana decida marcharse,
o tal vez, como siempre, se queda,
haciendo de la costumbre su abrigo,
del deseo un murmullo lejano.
El reloj marca las dos.
Su esposa apaga el cigarro.
Cristian, en silencio,
piensa en la libertad,
pero la libertad también le teme al frío.