El alma que se cura
a sí misma puede curar
a las demás.
—Pitágoras
Cúrame —voy a elegir
esa palabra de la cita—,
cúrame tu ausencia,
el fuego apágalo, quema
y quema como arañando
adrede el torso de la espalda,
cúrame con tu presencia,
—después vete si quieres—,
y dame un trocito, un adarme,
de tu olor para que guardado,
en el bolsillo del pantalón,
pueda, con meter la mano,
impregnarme de ti, de ese día,
de tu recuerdo, y llevármelo
a la cara, restregarlo boca a boca,
chupar los dedos como poseyéndote,
y derramarme allí mismo, donde
se tercie, de la sabia que me provocas.
Cúrame, cúbreme la distancia
de hielo y nieve que media
entre tú y yo, mil kilómetros
que parecen una eternidad de asfalto,
y báñame con el deseo que todavía,
a pesar de la escarcha, guardas dentro
solo para mí, y sé volcán, aunque sea
solo una vez más, y ya morir tranquilo.
Cúrame, séme medicamento o panacea,
adminístrame in situ la sustancia
de la que mi alma precisa para estar serena,
para no presionarme con salir
al aire que me rodea y buscar asilo,
árnica, como paloma sin rumbo...
Cúrame, y hazlo mejor ayer que hoy,
que mi necesidad de ti es de una perentoriedad
que flipas, tanto que si pasa de hoy
que llegas a mis inmediaciones optaré
por cambiar de médico y solicitar uno de pago.
Más te vale, cúrame, baja ya de tan lejos...