La naturaleza íntima te esculpe con un fervor implacable,
tallando en tu ser rasgos que no puedes despojarte,
esa huella sutil que reafirma la metafísica de tu existir,
te da el verbo, la forma, y un tenue reflejo de comprensión.
Pero no es una religión que te redima,
no es un credo que disipe sombras en la fe de lo cotidiano.
Misteriosa, la vida se entreteje en formas de ocultamiento,
en la constante necesidad de ser visto, de brillar,
de sostener logros indiscutibles, de abrazar
una obsesión fría por mantener el estatus intacto.
Todo, con la vana esperanza de cubrir lo que nadie debería ver,
ese secreto a voces que el esfuerzo no logra silenciar.
La verdad se engendra cuando nos perdemos en los otros,
cuando nos devora la urgencia de ver sus faltas y carencias.
Así nos redimimos en un falso alivio,
señalando para exonerar las culpas propias,
borrando nuestra sombra con la moral que nos absuelve,
mientras otros cargan con la culpa que les arrojamos.