De niño sospechaba que tener la razón no me haría bien.
Sin embargo, un buen tiempo parece que la tuve.
Desgraciadamente.
No estaba del todo feliz cuando sobresalía con ella
porque era insaciable
como un buen café con croissant
que siempre va por más.
Me escondí detrás de ella para no enfrentar
el desafío de la propia identidad
porque la razón siempre estuvo fuera de mí y yo dentro
aunque me daba placer tenerla.
Mi experiencia de saber ser
se fue extraviando en la avaricia de la astucia
cada vez mejor documentada,
fría y calculada como brillo seco.
Me hice perito en el arte de escuchar lo que voy a contradecir
encontrando algunas intrascendencias para conceder
aparentando ecuanimidad
que viene siendo un diplomado mayor entre machos alfas.
Sin embargo, mientras más me encontraban la razón
mi paz interior se alejaba de mi pecho
imaginando su quietud como silencio
sin el estruendo de los ecos
que se solaza en la mirada del amor.
Esa distancia comenzó a horadar
mi cara y mis manos
sin tregua y sin consuelo.
Perdí el apetito por la controversia
disfrazándola de humor astuto
y pude descubrir su intrascendencia.
La vi huérfana y sedienta de cariño
y practiqué la piedad con ella
al tiempo de observarla en plenitud.
Mientras más me vivía lejos de ella
mayor era mi presencia
y su acceso a ser reconocida
como todo lo que es aparentemente frágil.
Me tornaba cercano y vulnerable
cuando más era el desafío del mutismo
y me di cuenta de mi piel y sus huellas
y del parpado caído sobre mi mirada
y de la sabiduría de reírse de sí mismo.