Cuan pobre es quien se cree rico,
cuando su oficio de suma importancia
es ser el siervo de los amos intermedios.
El tiempo, después de algunas experiencias,
después de cruzar la mitad de la vida,
deja de ser el trayecto que era antes,
ya no es camino, ni meta,
solo un contenedor que se llena a la fuerza
de recuerdos que pesan más que la carne.
Mira uno hacia atrás, siempre con miedo,
con el terror de haber dejado algo,
de haber olvidado un rastro, una huella,
y se encuentra con un recipiente repleto
donde cada experiencia aún palpita,
aunque el pulso sea apenas un eco.
Solo el látigo de tus emociones
te hace sentir, en cada pliegue de la piel,
el escozor de un tiempo inclemente,
como si el reloj no cuenta segundos,
sino latidos que se agotan sin prisa.
El miedo, la más egoísta de las sombras,
se convierte en el refugio de tus días,
una manifestación voluntaria y ciega,
que te acorrala mientras pretende avanzar.
Y las pasiones humanas,
tan entrelazadas en su propio nudo,
te empeñas en diseccionarlas,
en separarlas una a una, como si el orden
fuera la respuesta que buscabas,
sin notar que en esa frialdad quirúrgica
se pierde la tibieza de sentir.