Hace un par de meses, me encontraba en mi casa un poco aburrida y decidí salir a dar un paseo. Nada más llegar a la calle, ya me había arrepentido de haberme puesto aquellos zapatos de tacones tan altos y tan finos. ¡Y a mi edad! Pero qué le voy a hacer, ¡soy tan presumida!
Empecé a caminar avenida arriba, haciendo mil filigranas para sortear los obstáculos que me iba encontrando, ya que todo estaba en obras, - ¿por qué cada verano se han de arreglar las calles? Pensé, ¡tal parece que en el ayuntamiento de este pueblo sobre el dinero!
Entre el calor agobiante, el polvo de la obra y los tacones, maldiciendo todo lo que me encontraba, no me apercibí de aquella zanja y… ¡plaf!, caí de bruces en el duro asfalto golpeándome fuertemente en la cabeza.
Sentí una fuerza incontrolable que me arrastraba hacia un túnel, donde reinaba un silencio y una oscuridad absoluta. Un sudor frío y pegajoso cubrió todo mi cuerpo y un dolor insoportable me martilleaba la cabeza. El pánico se apoderó de mí. Después, la nada.
De pronto, empecé a escuchar voces lejanas, ininteligibles para mí, ¡Socorro! quise gritar, pero nada, ni un sonido salió de mi garganta. Los murmullos se fueron acrecentando haciéndose cada vez más inteligible, y pude escuchar una voz armoniosa que se me antojó música celestial.
¡Ángel, con mucho cuidado! Ángel, a la una, a las dos y a las… Abrí los ojos, y allí estaba él, un Ángel rubio de ojos azules que me miraba con dulzura. Sin pensármelo dos veces, alargué los brazos y me abracé a su cuello con todas las fuerzas de que fui capaz mientras le decía, ¡gracias, ángel mío, me has salvado! ¿Esto es el cielo?
Mi “Ángel,” retrocedió con cara de desconcierto, se desembarazó de mi abrazo como pudo, y mirando a su compañero, y en un tono burlón le preguntó, ¿a qué hospital dijiste que había que trasladar a la señora?
Una sonora carcajada que se confundió con la sirena de la ambulancia, fue la respuesta.