Carlos Estrada Monteagudo

Besos al Poniente

“Lo único que me duele de morir, es que no sea de amor”
                                                                                                                                   Gabriel García Márquez

Besos al Poniente

 

Cual relámpago de fuego incandescente
la traspasó en el pecho, del joven el mirar.
Fue el flechazo tal que no pudo esquivarle
y ante sus ojos negros se sonrojó su faz.
Ella, moza esbelta de tez cautivante,
él, marinero de paso, a días de zarpar.
Fue en la feria del domingo, entre la gente
se vieron en la plaza, frente a la catedral.

Y nació aquella pasión alucinante
y fue a primera vista, impetuoso vendaval.
Calcinados en su propia lava hirviente,
la erupción de sus almas rugía cual volcán.
Se alumbraron con la luna omnipresente
y como si el mañana no existiera jamás,
bajo el techo de la noche deslumbrante,
la arena fue su alcoba, la playa fue su hogar.

Él trazó un futuro hermoso, unidos siempre,
un porvenir boyante de gloria, dicha y paz.
La doncella le entregó su piel vibrante
y la ofrenda guardada de su amor virginal.
Y el marino le afirmó, en tono solemne,
que al volver de su viaje renunciaría al mar
y que juntos libarían, ya triunfantes,
del néctar de su idilio, de la miel de su afán.

Se les vio andar de la mano, indiferentes,
viviendo a rienda suelta su frenesí fugaz,
ignorando el deshojar del almanaque,
el pasar de los soles y el adiós del final.
Y veloz se evaporó el tiempo inclemente,
las horas se esfumaron cual niebla al clarear
y llegó la despedida y su angustiante
océano de negras tristezas de alquitrán.

Él le dio un pañuelo de seda de oriente,
bordado de escarlata, llevaba su inicial
y una trenza ella obsequió de su elegante
melena perfumada de orquídea y azafrán.
Prometió que volvería el navegante
de su último periplo por tierras de ultramar
y juró que esperaría ansiosamente
la enamorada, presa de su ilusión voraz.

Él partió en ligero bergantín flamante,
de velas impolutas de un blanco sin igual
y el velero aquel era un cisne imponente
que raptaba a su amado, dejándola a ella atrás.
Se enrumbó al oeste el navío silente
ya avanzada la tarde de aquel julio estival
y el crepúsculo dorado y fulgurante
lo devoró enseguida junto al disco solar.

Y en el muelle aún, la chica sollozante
se abatía en espasmos de su pena fatal
y agitando al viento el pañuelo doliente
creía oírle acaso, llamándola quizás.
Esa noche encomendó su alma inocente
al Dios de las alturas y le imploró al azar
que cuidara a su viajero, ya distante
y para sí, al destino, que cumpliera su plan.

Comenzó su larga espera desafiante
en el faro del puerto y en el puente del canal
y sus pies pisaban sus huellas recientes
cada día en la playa de su infausto vagar.
Desde el alba hasta el ocaso refulgente
oteaba la distancia y oraba al mar guardián
y lanzaba al aire el nombre de su amante
y al sol rojo, los besos de su pasión tenaz.

La bahía vigilaba en su expectante
añoranza de verlo, por fin, desembarcar;
cada barco traía rostros sonrientes
pero del bienamado, jamás ni una señal.
Y en sus párpados se anclaron los diciembres,
vistió de calendarios, su nido, el alcatraz
y aunque el llanto hirió con saña su semblante
se aferró a su promesa como hambriento a su pan.

De su piel, la lozanía reluciente
había hurtado a trozos, el tiempo en su desmán
y los años, al pañuelo del errante,
de lágrimas teñido, mancharon de pesar.
Y corrió la voz de que estaba demente
de tanto enviar sus besos a quien no volvió más
y se cuenta que, ya exhausta de esperarle,
nadó rumbo al oeste, cierta tarde otoñal.

Se adentró al oleaje en pos del ausente,
se alejó al mar abierto, en frenético escapar
y brazada tras brazada, a su agobiante
dolor lo iba dejando, para siempre detrás.
Ya extenuada, se detuvo, delirante,
muy lejos de la playa que fue su talismán
y de cara al sol, su eterno confidente,
elevó una plegaria al buen Padre celestial.

Vio tocar al astro de oro el horizonte,
se oyó el siseo endeble del agua al borbotar
y al reflejo de esa luz agonizante
lanzó a su amor perdido el postrer beso de sal.
Y al sentir el roce helado de la muerte
lo abrazó en su memoria, lo nombró una vez más
y ofrendando su alma rota al sol poniente
se hundió con el ocaso, tragada por el mar.

Carlos Estrada Monteagudo
 
\"No me busques antes del Alfa ni después del Omega
pues solo existo en algún punto intermedio
que es el Edén florido de tu Amor\"
 
Textos incluidos en poemario \"Remembranzas Añejas\"
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