Un crepúsculo suspendido descifra el cosmos, en calma,
espejando en su iris de solsticio el juego de la luz celestial.
Esa mirada, forjada en vigilancia, es emboscada por anarquías,
ascendiendo por lianas cristalinas,
esculpiendo dagas en laberintos de estrellas y ríos,
donde las llamas de la percepción susurran secretos
de los nenúfares que danzan bajo un velo de luz prismática.
En este entrelazado de realidades, emerge
una constelación de delfines sabios y cristales vivos,
navegando mares de quimeras audaces,
suplicando una revelación entre susurros ansiosos,
y revelando vislumbres de efluvios oceánicos
que subyugan la oscuridad de la pupila dilatada,
ahora vibrante, guiada por fuerzas centrípetas
hacia un torrente vigoroso que atraviesa
la cima de un manto verde y diáfano.
Este río de pensamientos y silencios,
con su fina silueta de cristal puntiagudo,
custodia el silencio de los vacíos inexplorados,
último bastión de un santuario olvidado.
¿Quién dirige este suave desfile cuando el llanto
ya no resuena en mi ser?