Me parece que no.
En ocasiones, más por las mañanas,
veo luces tras el cristal.
El tráfico proyecta su prisa más
a veces, algunas mañanas, y sin saber
la razón los conductores presionan
con más fuerza los volantes, y la funda
adopta sin resistencia la ergonomía
de una mano, y la necesidad de llegar
a tiempo se hace cuestión de vida o muerte.
Puede ser que si, creo.
Al salir del portal noto el golpe del aire
más denso, como si un compresor imaginario
lo aglutinara en el seno de su engranaje
y redujera impenitente el espacio vacío
que suele mediar entre sus moléculas, creo.
En esos casos, con paciencia, voy abriéndome
hueco en dirección al trabajo con el machete
de la comprensión y finalmente tomo asiento,
y descanso de tanto competir, y respiro hondo.
A lo mejor no y sigo pensando que sí.
Al salir del cubículo que me alberga cada día
en la ganancia del pan noto cierto olor a azufre.
y con rapidez me hago a pensar que mi pituitaria
falla, que el mundo no puede estar demoronándose
estando yo dentro, y me acojo a sagrado y tiro de fe,
y me engaño que es hoy solo que pienso esto, solo,
que un mal día lo tiene cualquiera y que no hay mal
que cien años dure —ni dos horas, me miento—.
Pienso que sí, que es posible.
Veo un niño con una cara a ratos fresa y otros nata
en el velador de una heladería, cerca de un estadio,
de donde ha salido con su padre tras gritar, sin saber,
los cientos de goles que su equipo, sin saber, ha metido,
y descansa de tanto esfuerzo contemplando voluptuosa
mente el helado, metido en una galleta cónica, y sonríe
la deliciosa ignorancia en la que aún está inmerso.
Sigo pensando que sí, por qué no.
Subo las escaleras y cruzo el umbral, y dejo de pensar...