Bajo el fuego nocturno de un sol artificial,
se alza un desierto que sueña con ser ciudad.
Palacios de luces, neón y cristal,
como espejos fugaces que invitan a olvidar.
En las fuentes que cantan promesas doradas,
las monedas se ahogan en deseos callados.
La suerte, un susurro que nunca es eterno,
se escapa ligera, como humo del viento.
El tiempo no existe entre ruletas y dados,
las horas se pierden en tragos dorados.
Bajo la máscara de brillo y derroche,
cada amanecer es un eco de anoche.
Las pirámides falsas acarician la luna,
Venecia sin agua, París sin fortuna.
Espejismo brillante que engaña los ojos,
pues lo que deslumbra también trae abrojos.
Y al final del camino, cuando ceden las luces,
se revela el vacío que nunca seduce.
Porque en Las Vegas, la magia es prestada,
y cada ilusión tiene su retirada.
Pero el viajero regresa, sabiendo el secreto:
que a veces el sueño, aunque falso e incierto,
es todo lo que queda cuando buscas consuelo
en un rincón del desierto que juega a ser cielo.
Para el que ha visitado Las Vegas en diferentes ocaciones, la vibrante ciudad deja de tener atractivo, como es mi caso. Aunque los hoteles se esmeran en tener nuevas atracciones y superarse unos a otros, sigue siendo un pueblo de desierto convertido en una urbe de fantasía y excesos, donde jugadores y apostadores millonarios se dan cita y donde el visitante se deslumbra ante tanta luminosidad. He llevado conmigo a cocineros y ayudantes de cocina que no habían visitado el lugar y estan envueltos en una burbuja de asombro y emociones, por lo que no le muestro este poema para no sacarlos de su embrujo. Uno de ellos ha apostado una moneda y ha ganado lo equivalente a su salario de una quincena por lo que adora a Vegas y sus casinos.