En el oscuro laberinto de mis sombras
hallé versos y rostros pálidos,
susurros mudos que dibujaban con su ausencia
lo que mi pluma jamás ha conocido.
Era como contemplar mi reflejo en un cristal herido,
nublado por las brumas embriagantes del tormento,
y, sin embargo, en esa niebla
parecían tener su morada.
Como si, hace largos años,
ya supiera que hoy, estos fantasmas,
volverían a reclamarme.
¿Acaso siempre han sido míos,
ocultos entre los velos de la desmemoria?
Quizás el poema no es más
que el lamento de lo perdido,
un retrato esculpido en el mármol de las cicatrices.
Y ahora, en el fragor del pensamiento,
me pregunto si no son ellos quienes me aferran
a la pesada balanza de los días,
deteniendo mi caída
en ese abismo infinito
donde lo incomprensible
se disfraza de eternidad.
Pues, ¿quién puede decir por qué un poema,
o la mirada de un retrato marchito,
detienen el paso de la Muerte,
cuando no es la vida lo que desean,
sino la verdad oculta en las entrañas del caos?