Nos volvimos a encontrar.
Como siempre, la cabellera blanca escoltaba tu sonrisa.
Fui soltando la tensión. La camisa cubría mi impaciencia y el paso de los años,
el exceso de cama en las mañanas de tostadas con postres
y buenas razones para dejarme estar.
Recordé tu imagen ese día de mayo
cuando apoyada en mi hombro, llorabas el tormento por venir
atada al desgarro del otoño en tu partida,
dejando atrás nuestros sabores
que urgieron transfusiones de los deseos agolpados
directos a nuestras venas,
en la pequeña habitación de ambas existencias.
Afuera. La vida ardía feroz.
Palabras desprovistas deambulaban abatidas en mi boca al azar
sin la impronta de irreverencias a rostro descubierto,
esas que resisten las partidas y los recíprocos despojos.
Auscultábamos ahora el reencuentro imaginario
de otra vida en el fondo del naufragio.
Ahí, entre gente apresurada, persiguiendo sus fantasmas,
de pie, reconociéndonos
aceptando que los años nos fueron generosos
nos abrazamos tiernos y extraviados, en otra tarde de mayo
ilusionados en la posible sexta etapa del duelo.
Tus pechos seguían demandando libertad
debajo del escote verde alcaparra
en el metro línea uno, estación terminal.
En esa condición de la ternura heredada en un baúl
al tocar mi piel con tu mano de mil dedos
nuevamente, me rendí a tu estirpe de especie protegida.
Ese momento, creo yo, se parece a la muerte
cuando todo se deja y se entrega
por la ilusión de volver lo pasado al presente.
De pie sobre la intuición de la memoria añosa
permitimos darle la bienvenida
a la aceptación de lo ocurrido
y cariñosa sepultura a la partida
de un amor que lo fue todo
cuando su magia nos hizo sabios
y poetas de nuestra propia travesía.