Mi padre, un hombre brillante,
de palabras ágiles
y sonrisa sincera.
Su carisma atraía como un imán,
su humor, certero como un disparo.
La abogacía lo esperó por años,
pero él nunca llegó a la cita.
Tenía otros compromisos:
fiestas interminables,
ron en la mano,
merengue y salsa en sus pies.
Y, ¿qué hay de malo en eso?
Nada, diría yo,
si ya sabía que la muerte
le tenía un boleto de ida.
A los 23 se fue,
se fundió con el mar,
y al marcharse,
visitó a mi madre.
Le susurró:
\"cuida al niño\".
Y hoy, ese niño sigue extrañando
el rostro de un padre
al que nunca llegó a conocer.