En la quietud de la oración, el quebrantado susurra,
buscando la guía de un poder superior.
Isaías, profeta de antiguas escrituras,
promete que Jehová, con amor y fervor,
escuchará las súplicas, las penas más oscuras,
y responderá con prontitud y amor.
\"Te escucharé en cuanto me hables\", dice Jehová,
una promesa de consuelo y de esperanza,
un faro de luz en la noche del dolor,
un ancla firme que al corazón alcanza.
Jehová, Padre eterno, escucha con amor,
cada lamento, cada deseo, cada alabanza.
En Isaías treinta, la palabra divina,
se dirige al pueblo, una voz plural,
pero al individuo también se inclina,
en el versículo diecinueve, un trato personal.
\"Tú no llorarás más\", la promesa se afina,
\"te mostraré favor\", un pacto celestial.
Jehová, Padre amoroso, de todos se interesa,
atiende cada oración, cada petición,
en el silencio sagrado, la fe se empieza,
y en su respuesta hallamos redención.
Así, con cada plegaria, con cada oración,
se fortalece en nosotros la convicción.
Que aunque invisibles sean las respuestas divinas,
y en misterio se envuelvan los designios celestiales,
en las palabras de Isaías hallamos las señas,
de un amor paternal, inquebrantable y leal.
Porque Jehová, en su infinita bondad, destina,
para cada hijo suyo, milagros personales.
Así, en la poesía de la fe y la devoción,
encontramos la esencia de la promesa eterna,
que cada oración, con sincera intención,
será escuchada, y a su tiempo, tendrá su respuesta tierna.
Porque en el corazón de la divina canción,
Jehová nos asegura que nunca está lejana su ayuda.